La miré. No pude dejar de mirarla una y otra vez. Me
enamoré de ella. Y por eso la escogí.
Derramé mis lágrimas en ella.
Lágrimas negras y amargas. Sobre su paraguas, su
abrigo negro y su media melena del mismo color que la sangre. Y mis lágrimas
penetraron en su pelo, en su ropa, en su piel. Y mis lágrimas se escondieron en
sus venas, ocultándose. Agazapadas, actuando como espías para mí.
Pero ella jamás las sintió, no percibió su presencia.
Por eso la escogí. Por eso me enamoré. Por eso
derramé todas y cada una de mis lágrimas en ella.
Caminaba con lentitud. Bajo un paraguas de plástico
transparente adornado con estrellas rojas. Rojas al igual que su pelo. Al igual
que la rosa que llevaba tatuada cerca del corazón.
Sus pies danzarines pronunciaban pasos firmes bajo
unos zapatos de ante negro y tachuelas metálicas.
Catorce centímetros la
separaban del pavimento, haciéndola volar.
Al llegar al restaurante donde había quedado con su
chico, abrió la puerta con un ademán enérgico. Sostuvo con su pie la puerta de cristal dejándola entreabierta. Agitó y cerró su paraguas antes
de introducirlo dentro de uno de los dos paragüeros que había en la entrada.
Mientras se quitaba el abrigo de terciopelo negro,
la dueña del restaurante “Old Inn” se
acercó a ella. Era una vieja amiga de la familia. Ambas se perdieron en un
caluroso abrazo antes de que la mujer recogiera su abrigo para acomodarlo en el
guarda ropa.
- Ryan no ha llegado todavía. ¿Quieres esperarle en
vuestra mesa? -le preguntó cariñosa la mujer mientras colgaba de la percha la
prenda.
-¡Si, muchas gracias Ana! Habrá salido más tarde del
trabajo -contestó Eileen con una amplia sonrisa.
Eileen.
Así se llamaba.
Lo supe cuando Ana se acercó a ella por primera vez
para darle dos sonoros besos.
Su nombre significa luz. La verdad es que sus padres
acertaron con su nombre, porque tanto el fuego que desprendía su color de pelo
como la luz que transmitían sus sonrisas, eran de lo más radiantes.
Caminó hasta su mesa, se sentó en la silla y
suspiró. Se sirvió un vaso de agua, y mientras esperaba a Ryan se perdió en sus
pensamientos, admirando la ciudad a través de la gran cristalera transparente
que tenía justo al lado.
Miró el reloj. Eran
las 20: 45 horas del día de San Valentín del año 2013. Habían quedado a
esa hora, pero Ryan se retrasaba. Y ella no podía evitar ponerse nerviosa.
Pensaba en el tráfico de aquellas horas. Demasiadas
personas volviendo a sus hogares tras la jornada laboral. Las prisas, los
acelerones, la lluvia…
Sin embargo prefirió no apagar su luz y pensar en
otra cosa.
En la ciudad imperaba el frío polar, y las gotas de
lluvia golpeaban el cristal con su impaciencia, queriendo entrar. Gotas de mí querían
absorberla, pero ella no se lo permitió. No cedió ni un momento.
Y mis pequeñas gotas permanecieron escondidas entre
sus venas. Limitándose a sentir lo que sucedía en su interior.
Suspiró, se alisó su vestido negro con escote en “v”
y se atusó su melena rojiza. Volvió a mirar por el cristal ansiosa, buscándolo.
Y en ello estaba cuando escuchó la melodía de su
móvil que indicaba la llegada de un mensaje de texto.
Abrió su pequeño bolso de
leopardo rojo rápidamente, y leyó las palabras escritas entre susurros:
<<Estoy
aparcando preciosa. En diez minutos estoy en el restaurante. Siempre tuyo,
Ryan.>>
Una gran sonrisa iluminó su rostro. La paz total se
volvió a instaurar dentro de ella.
Siguió admirando la lluvia mientras la luz de sus
ojos se avivaba al paso de los recuerdos.
Recordó el día en el que se conocieron.
Fue en ese mismo restaurante, pero en unas
circunstancias muy distintas a las presentes.
Él estaba cenando con la que ahora era su ex-novia, y
ella llegaba para cenar con sus amigas.
Él se dirigía al baño y ella entraba despistada
charlando con su amiga Maite entre confidencias.
Se chocaron. Ambos se disculparon y siguieron su
camino. Pero nada volvió a ser igual.
Desde aquel mismo momento no pudieron perderse de
vista.
Él regresó a la mesa con su pareja. Ella siguió
cenando tranquilamente entre carcajadas con sus amigas, disfrutando de otro San
Valentín soltera.
Siempre esperando al amor que nunca aparecía…
Sin embargo el amor estaba demasiado cerca.
Pasaron los minutos, y ambos sintieron como un leve cosquilleo
se iba adueñando de sus estómagos por momentos. Cosquilleo que a ratos les
hacía buscarse con la mirada, divertidos.
Estaban uno frente al otro. En mesas separadas, pero
más cerca de lo que muchos se imaginaban entonces.
Mientras Eileen cenaba, él acariciaba la mano de su
chica, y la observaba fijamente. Aunque en realidad a la que observaba era a Eileen.
Su chica se hubiera dado cuenta de esas
miradas furtivas si hubiese estado más centrada en él, y menos en el anillo de
diamantes que había elegido semanas antes como regalo.
Fue al girar su silla hacia un lado para dejar de
tropezar con su mirada, cuando Eileen se dio realmente cuenta de que a la que
observaba era a ella. Ya que Ryan hizo el mismo gesto. Se revolvió incómodo en
su silla y la movió un poco hacia un lado, para no perder el contacto visual
con aquella chica de pelo rojo. Rojo como la sangre que ardía dentro de sus
venas. Rojo como la sangre que había decidido bombear sus corazones con locas
ansias.
Ella no entendía por qué lo hacía. Tenía a su chica
delante y sin embargo no hacía más que buscarla a ella con la mirada. Y Eileen
se sentía incómoda. Como si estuviera cometiendo un crimen. Sin haber
pronunciado si quiera un solo paso.
No sabían lo que les ocurría, pero era algo muy por
encima de ellos se había pronunciado.
Era como si Cúpido
hubiera decidido jugar, y se hubiese equivocado al lanzar las flechas.
Solo eran dos desconocidos. Pero desde el primer
momento en el que se miraron al tropezar, algo en su interior creció. Y no paró
de crecer. Fue aumentando a cada suspiro, a cada latido de sus corazones.
El amor es caprichoso.
Sin embargo la cena terminó, y ambos siguieron dos
caminos diferentes.
Caminos diferentes hasta que unas semanas más tarde
se volvieron a encontrar.
Ella salía de su librería preferida despidiéndose
del librero cuando él entraba.
Tropezaron. Sus miradas se encontraron de nuevo y
sus corazones se pararon durante un segundo para después comenzar a latir
desenfrenados.
En un acto reflejo, él la agarró por las manos para
que no cayese, y ella no pudo evitar fijarse en que ya no llevaba alianza.
Azorada levantó la vista hasta sus ojos grises y
sonrió.
Cinco minutos más tarde estaban tomando una cerveza
juntos. Diez minutos más tarde sus labios se juntaron por primera vez en un
tierno beso, dando paso a sus lenguas desenfrenadas que se morían en ansias de
descubrirse. Dos horas más tarde…
Dos horas más tarde sus manos ávidas de vivencias
tropezaban en busca de prendas que arrancar. Y los segundos tintinaron en el
reloj marcando el ritmo de un montón de sonrisas tímidas, que fueron
desapareciendo a medida que el roce de sus cuerpos les transportó a un universo
mágico de caricias y gotas de sudor. Desde entonces no se han separado.
Eileen sonrió divertida con el último de sus
pensamientos, cuando un repiqueteo en el cristal la despertó de su ensueño.
Era Ryan sonriendo bajo la lluvia.
Estaba espectacular dentro de aquel esmoquin negro
con pajarita. Su amplia y blanca sonrisa relucía a juego con el blanco
brillante de su camisa. Estaba guapísimo.
Entró apresurado. Saludó a Ana con un gran abrazo y
unas palabras al oído, le extendió su abrigó, y aceleró sus pasos para abrazar
a su chica.
Entre una monumental sonrisa capaz de embriagar al
corazón más congelado, rodeó a Eileen entre sus musculados brazos antes de
darle un beso apasionado.
-Feliz San Valentín mi amor -pronunció cerca de sus
labios.
-Feliz San Valentín precioso -susurró ella junto a
su oreja izquierda.
Y desanudándose del abrazo lo miró. Y divertida le
colocó un mechón moreno rebelde que había decidido liberarse de la gomina y
caminar a sus anchas sobre su frente.
Y se sentaron, se acomodaron y abrieron la carta
para elegir sus platos.
Mientras en el hilo musical del restaurante sonaba
una pieza delicada.
Ambos la conocían muy bien. Era su canción. Y Ana lo
sabía, por lo que no dudó ni un instante en complacer a Ryan en su petición.
Era la misma canción que sonaba en el reproductor,
dos años antes. Cuando se chocaron por primera vez.
La voz suave de Regina Specktor pronunciaba ahora:
“In a town that’s cold and gray, we will have
a sunny day.”
Y ellos la canturrearon al tiempo mientras sus
miradas se deshacían en luz fulgurante, y sus sonrisas resplandecían brillantes.
Tan brillantes como las estrellas.
Aquella canción hablaba de ellos. Aunque tardaron
bastante en descubrirlo.
Sin embargo yo lo supe mucho antes. Nada más ver las
imágenes que se agolpaban en la mente de Eileen mientras le esperaba. Cuando
quise absorberla y ella no me dejó, cuando mis gotas de lluvia sintieron con
ella pero no mermaron su fuerza.
Lo supe cuando Ryan apareció. Cuando se abrazaron y
sus corazones hablaron sin hablar. Lo supe cuando se miraron y con sus miradas
traspasaron sus almas fundiéndose en un solo ser.
Me reafirmé cuando cantaron.
Y es que no pude robarles su alegría. No pude
teñirles con mi tristeza.
Ellos eran uno solo, dos mitades que se
complementaban a la perfección.
Ella era la luz del sol, y él era el agua de la
lluvia. Ella era el sol tras la tormenta. Y él las gotas de agua que acarician
pero no empapan, que brillan con la luz y alivian el alma cuando los rayos del
sol escuecen demasiado.
Eileen. Luz.
Ryan. Agua.
*Relato inspirado en la canción “Raindrops” de Regina Spektor.
Nombre del restaurante “Old Inn”, tomado de un restaurante muy familiar y acogedor en la
aldea de Gairloch, Escocia.
Tanto Eileen como Ryan,
son nombres de origen gaélico.